Por: Miguel Villaverde Cisneros
29/04/20
¿Te da miedo hablar de la muerte? Si tu respuesta es (si), pues te recomiendo, no seguir leyendo estas líneas.
¿Has escuchado alguna vez el crepitar que producen los cuerpos en un crematorio? ¿Has visto como se mueven y gritan los muertos mientras se están consumiendo en las llamas? Yo lo he visto y me ha tocado llorarlo en silencio, no quisiera volver a tener aquella experiencia del crematorio del Cementerio Santa Rosa.
Era el año 2015, mi madre repentinamente había fallecido. Su salud era delicada, estaba dializada, producto de la insuficiencia renal que aquejaba hace mucho tiempo, esto hacía previsible que en cualquier momento el manto fúnebre de la muerte la cobije. Para lo cual yo ya estaba mentalmente preparado por ella misma. Compartí en sí, muy poco con mi madre. Pero aprendí mucho de ella.
En su funeral estábamos varios familiares, amigos y vecinos, todos consternados, era Wilma, mi madre, una persona muy querida. Muy elocuente, extrovertida y muy amiguera. Aunque franca y un poco fría. Era una mujer chamba, no era de las que se quedaban en casa a contemplar su destino. Siempre dio frente a las adversidades. Era alguien indomable y nosotros la respetábamos mucho. A decir verdad, yo sentía mucho temor en varias ocasiones. Debido a sus problemas médicos, su carácter era un poco fuerte. No aguantaba pulgas, y menos las mías.
En mi adolescencia la vi muy poco, gozaba de cierta libertad. Nunca tuve límites en el hogar. Mi abuela, quien también falleció al poco tiempo, no era capaz de contener mi euforia y mi locura de adolescente. Recuerdo que con mis compañeros de colegio hacíamos travesura y media. Nos gustaba tomar en los cementerios, en la cima de algún cerro o en lugares muy caletas, donde nadie nos pueda ver; tan sólo para probar nuestro valor entrabamos ebrios al cementerio de noche. Luego salíamos corriendo del cementerio, riendo y gritando, sin saber que alborotábamos el descanso eterno de sus huéspedes.
Éramos, como dije, adolescentes y en esa etapa todos saben que se transgreden fronteras, que después la propia vida nos pasará la cuenta. Y así sería.
Un día, cómo para no perder la costumbre, nos reencontramos con los compañeros de colegio y algunos amigos, en aquél cementerio, entre el griterío y la chacota que produce el alcohol, escuchamos a lo lejos unos gemidos lastimeros, que parecían traídos por el viento: Era una procesión fúnebre en dirección al crematorio.
Nos quedamos sin aliento al ver pasar el ataúd sobre un carro que emitía chasquidos que se ahogaban en el Cementerio. Uno de nosotros, a éstas alturas no recuerdo quién, tuvo la idea de seguir el funeral como si fuésemos parte de la familia y así tener un lugar privilegiado para ver la cremación. Nos colocamos uno a uno tras la mujer que en ningún momento se percató de nuestra presencia (seguía en su lastimero llanto) y avanzamos paso a paso; más allá se divisaba la cúpula imponente del crematorio y un olor extraño nos invadió, era muy intenso, más intenso que el dolor de aquella mujer.
En ese momento, nos detuvimos y el hombre que había arrastrado el carro, nos miró sorprendido, pero continuó en su faena:Abrió una pesada puerta de metal y tiró desde el horno una especie de bandeja que tronó y nos hizo sobresaltar; allí de manera muy fácil como si fuera un muñeco, tomó el cuerpo que había sacado, no sé en qué momento lo hiso, y lo colocó sobre aquella bandeja, para luego introducirla nuevamente.
De pronto, el hombre nos miró (quizás siempre pensó que éramos parte del funeral) y como nadie dijo nada, y en vez de cerrar la pesada puerta, jaló desde arriba de la entrada del horno un cristal que selló, con cuatro abrazaderas, en forma de cruz, dejando ver el cuerpo que se anidaba dentro, para luego dar paso al fuego que poco a poco comenzó a consumir el cuerpo.
Me quedé en silencio contemplando la escena y fue ahí, en ese mismo momento, como si escuchara un ruido espantoso, que sólo yo percibía, seguido de golpes secos; desorientado me dirigí con la mirada hacia la puerta del horno.
Allí, entre las llamas mi mente proyectaba como se retorcía feroz el cuerpo del hombre; era cómo si gritara; estiraba sus brazos y golpeaba con fuerzas el vidrio mientras era consumido por el fuego y sin que nadie se percatara.
Toda esa sensación era quizá parte de mi imaginación. No lo recuerdo bien. Jamás había estado tan asustado.
Cerraron la puerta de metal y el candado; en mi mente se oía el grito desgarrador y los golpes del cadáver que lentamente se fueron ahogando para dar paso al crepitar del fuego. El olor que habíamos sentido al llegar, se hizo más intenso e insoportable para mi.
Me quedé estupefacto; sin decir nada, nos retiramos del cementerio.
Comenzamos a sentir un murmullo escabroso que nos puso los pelos de punta; miramos en todas direcciones, pero yo no vi nada; sólo sentía aquel olor putrefacto en el ambiente que me quedó en el cuerpo por algunos días, hasta que me bañé.
Semanas después, era mi madre la que estaba en el crematorio, volví a sentir aquellos delirios de manera muy intensa. Una de las últimas veces me dijo: “quizá sea la mejor manera de tapar un crimen, pero quisiera ser incinerada”. La cremaron y posteriormente fue enterrada en el mismo cementerio. Cada vez que la visito, también paso por el crematorio, como para recordar aquellas sensaciones extrañas de aquel entonces.
Esto ocurrió cuando apenas cumplía 24 años. Hoy, a los 29, aún siento el crepitar de las llamas, ese olor que inunda mi habitación y el grito de espanto y los golpes secos que me sobresaltan de vez en cuando, que se agudizan cuando tengo insomnio prolongado. Sé que es tener un cadáver en las llamas del crematorio.
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